EL GRAN JUGUETE DE LA POSGUERRA
El mirador
de mi casa, fue el primero que se construyó en el pueblo. Sobresaliente poco
más de un metro de la línea de fachada, estaba acristalado por el frontal y por
los laterales para cumplir su misión: ver a la gente que pasaba por la calle
desde la altura de la planta de arriba.
Sin embargo,
en mi niñez siempre creí que mi padre lo habia mandado construir para que los Reyes
Magos nos dejaran allí los regalos, pues fue asi desde tan niño como para que
no recuerde cuando comencé a percatarme del milagro de que al dejar en la noche
de reyes mis gastados zapatos de charol, perfectamente alineados y limpios en
el suelo del mirador, por la mañana
aparecieran como por ensalmo las ricas peladillas alcoyanas, los mazapanes de
Toledo y algún juguete que otro, tales como
cochecitos de hojalata, caballitos de barro cocido y poco más pues esas
cosas fueron de las primeras que recuerdo, cuando ya habían pasado los dos
primero años de posguerra, en los que según mi hermana Aurora me ha contado, ella y
nuestra hermana Consuelo, estuvieron
hasta las tantas de una víspera de Reyes, asando boniatos en
el rescoldo de la lumbre de la chimenea para tener algo dulce que
ponernos en el mirador, a mi hermano José María y a mí. Luego vendrían
los juguetes más acordes con la edad y con las circunstancias económica de la
posguerra, que yo nunca supe las que eran, pues aunque a los siete años escribí mi
primera carta a los reyes, más o menos legible, me asombró que ese año no me
dejaran los regalos que les habia pedido en la carta que les envié por correo,
como hice en años sucesivo con igual
resultado y que mis hermanas mayores justificaban diciéndome que quizá se le
habían acabado los regalos que yo les pedía, antes de pasar por el mirador. Yo
lo daba por bueno, pero un año y otro insistía en que me trajeran éste o aquél
regalo que habia visto en las escasas tiendas del pueblo en las que, según nos decían los mayores, solían cargar
los reyes sus regalos. Hasta que por fin y tras reprocharles en mi carta el que
nunca me traía lo que les pedía, hicieron caso y me trajeron el caballo de cartón
que habia visto en la tienda de Joaquín “el jaulas”. Caballo de tal tamaño y
consistencia que aguantaba mi peso ya que a mis nueve años y flaco como estaba
no sería mucho y me permitía montarlo.
Aquel año fue el más feliz día de reyes de mi corta
existencia. Aquella mañana se produjo el milagro de que, ¡por fin!, los reyes,
hubieran hecho caso a mi carta, reservándome ese caballo que al verlo tan
gigante en el mirador pensé que yo era el príncipe de los cuentos de mi madre y
hasta podría volar cabalgando sobre él.
Y como tal príncipe me sentía, cuando lo saque a la plaza del casino y
muchos niños se arremolinaban a mí alrededor con caras de asombro, en las que
yo no podía ver la envidia pues aun no sabía lo que era.
Luego en mi
jardín, subido a sus lomos y en la mano
con una espada de madera de las que hacíamos mis hermanos y yo con las varillas de una especie de
parrilla en las que venían enrolladas las telas que mi padre vendía en su
tienda-sastrería, me creía el Príncipe Valiente cabalgando para ir a salvar a
los buenos, que no sé cuáles eran, pero sí que habia buenos y malos como nos
decían en la catequesis.
Agotado de un
día de emociones sin cuento y cabalgadas estáticas, quise llevarme el caballo a
mi habitación para sentirlo cerca de mí en la noche, pues era tanta mi alegría y
mi sorpresa que hasta pensé en la posibilidad de que los reyes se hubiesen equivocado
de niño y por la noche, al igual que lo habían dejado, volvieran para llevárselo a ese niño imaginario al que siempre le dejaban los regalos que yo pedía.
Sin embargo, alguien de los mayores de mi casa dijo: “Pero donde vas con el caballo a la habitación. Déjalo ahí que nadie te
lo va a robar”. Y lo deje al aire libre en algún rincón del huerto, quizá
bajo un limonero como protección y enmascaramiento. Pero esa noche, la noche de
uno de los mejores días de mi vida de niño enfermizo y débil, los elementos
trocaron en tristeza y desesperación la alegría de un día inolvidable. Mientras
soñaba y hacia planes para los juegos del día siguiente, los cielos se abrieron
y tras los rayos y truenos, dejaron caer sobre mi huerto el mayor chaparrón de
los que por entonces tuve noticia, y al levantarme
más temprano que otros días para gozar de mi caballo, el huerto estaba inundado
y mi caballo habia perdido los vistosos colores de las crines, de la cola y del
cuerpo y los negros ojos que parecieron mirarme cuando lo vi por primera vez el
día anterior en el mirador, se habían derretido en dos grandes lágrimas negras
y tan dolorosas, como las que yo derrame cuando el gris del cartón flácido y
arrugado, estaba a punto de deshacerse sobre la plataforma de madera con ruedas
de hojalata sobre las que se apoyaban las patas.
Pasaron dos
o tres años y aunque mis cartas a los reyes
estaban mejor escritas, nunca volvió a haber coherencia entre los que pedía
y ellos me traían, pero si en las razones que mis hermanas me daban para
justificar el porqué. Razones que empecé a entender por pequeños detalles de cómo
llegaban los regalos de los reyes al mirador: pasos en la noche, cuchicheos de
mis hermanas cuando pensaban que ya estaría dormido teniendo en cuenta lo
pronto que me habia acostado, y
envolturas sospechosas que días antes
habia visto escondida en algún rincón de un cajón de la gigantesca cómoda herencia de mi abuela materna y que luego aparecían envolviendo los regalos, más lo que me decían algunos amigos mayores que yo o
de mi misma edad a los que otros niños o
sus propios padres le habían abierto los ojos a la triste realidad de que los
Reyes Magos eran los padres y que si a muchos de ellos ya no le traían ni
siquiera golosinas, cuanto menos juguetes, era porque los suyos eran pobres y
no teniendo apenas para comer y ni siquiera zapatos donde los reyes pudieran dejarle
los regalos, pues calzaban alpargatas de esparto y lona, se tomaban la revancha
rompiéndonos la ilusión a los que nunca
nos traían lo que pedíamos, pero siempre nos traían algo.
Durante un
tiempo luche contra la evidencia de los detalles delatores que venían a
romperme una ilusión tan querida. No podía, no quería aceptar la realidad a la
que me rendí cerca ya de los doce años, porque considere absurdo seguir
mintiéndome y haciéndome el ignorante ante mis padres y hermanos mayores, a los
que, ingenuo de mí, confesé que estaba al tanto del secreto. Y asi se acabaron
para mí las visitas de los reyes al mirador y la magia de las mañanas al encontrar
los regalos en mis zapatos de charol. Sin embargo, durante un par de años más,
quise seguir gozando de aquella mentira que vino a romper lazos con mi niñez y
yo mismo me compraba algún juguete en la tienda de Joaquín “el jaulas” y le pedía
a alguna de mis hermanas, que siguiera haciendo de reyes y me los dejaran en
los zapatos para seguir sintiendo unos años más la emoción y el asombro que me producía el encontrar en la
mañana del día de los Reyes Magos, los regalos que me habían dejado en el
mirador de mi casa
Carlos Bermejo
San Vicente, 27 de diciembre de 2015
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